lunes, 11 de noviembre de 2013

6

Lo intenté. Intenté por todos los medios apartarla de mi lado. Pero la vida parecía empeñada en ponérmela delante. En casa de mi amigo sólo pudo quedarse una noche. Las dos siguientes las pasó en casa de mis padres, en una cama improvisada que le preparamos en el sótano.

Mi madre hizo salmorejo al mediodía, señal inequívoca de que Isabela era bien recibida. Le explicó que el salmorejo había que hacerlo con aceite de girasol y rematarlo con aceite de oliva virgen extra, mientras mis hermanos miraban en la tele las noticias deportivas. Mi padre no sé muy bien en qué pensaba, siempre me costó saberlo. Quizás en el partido, quizás en las clases del día siguiente.  Yo sé muy bien que pensaba en Isabela, en el extraño escalofrío  que sentía al compartir con ella esos días, en el placer de tenerla al lado aunque hubiera intentado en vano alejarla de mí.

Su cabeza en mi pecho, apenas había un palmo de distancia entre su boca y la mía. Sus ojos cerrados, mi cuerpo estremecido. No podía moverme. No quería moverme. Íbamos en los asientos delanteros del autobús. No recuerdo a nadie más. No sé si iba vacío o iba lleno. Sólo puedo recordar su cabeza en mi pecho, sus ojos cerrados, mi cuerpo estremecido. No llegué a besarla.

Llegamos a un local cerca del río donde había una  jam esa noche. Fuera andaban algunos colegas y un par de amigos que se iban a subir a tocar unos temas. Una cerveza, otra cerveza. Me subí a cantar cuando ya estaba lo suficientemente borracho. Pero no voy a echar la culpa al alcohol. Lo cierto es que siempre me había dado vergüenza subirme al escenario, y era rara la vez que estaba en esos sitios sin beber nada. Si me subí aquella noche fue por Isabela. Supongo que por impresionarla, aunque mi actuación fuera lamentable. Entonces creía que se trataba de algún tipo de valentía que ella me insuflaba.
Bajé del escenario y nos tomamos un chupito de tequila. Después contemplé, con cierta distancia, como mis colegas, uno tras otro, tonteaban con ella. Bailábamos, no recuerdo el qué, ni recuerdo haber pensado antes en besarla, pero lo hice. Apenas fue un segundo, pero lo hice y me aparté pidiendo disculpas. No sé a quién, si a Isabela o a Estrella. Pudo más la culpa que el deseo.
Me aparté y seguí bailando. Me aparté pero no pude apartarme demasiado. Nos quedamos solos por un instante. Nos miramos. Jamás olvidaré el temblor, su boca asaltando mi boca, un animal entrando en mi refugio, devorando todo lo que halló a su paso.
No supe entonces de su cuerpo. No quise saber. Nos despedimos a la mañana siguiente, después de haber dormido en camas separadas soñando con la misma cama. Aturdidos aún, sin poder ponerle nombre a ese temblor que nos había sacudido, nos despedimos sin saber si volveríamos a vernos. A ella le esperaba Lisboa. A mí me esperaba Estrella.


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