Ciertamente, que
Estrella se fuera a pasar unos días a la playa con un compañero de trabajo, el
día que deberíamos haber celebrado que llevábamos cinco años juntos, hacía que mi culpa se aliviara,
pero no lo suficiente como para no acabar compartiendo mi locura con un par de
amigos. Y realmente debía ser una locura porque no se cansaban de repetirme que
estaba loco, que la colombiana no era más que una terrorista emocional, que debía
pensar fríamente las cosas, y que qué tal era en la cama. Me habría gustado
saber qué contestarles.
No. No tuve
valor para decirle a Estrella que había descubierto que otro le había llevado
el desayuno a la cama. No tuve valor o tuve vergüenza. En cualquier caso fue
ella la que dos semanas más tarde me propuso abrir la relación, dándonos la
libertad para estar con otras personas, siempre que el otro no se enterara.
Sigo sin saber cómo se hace eso de abrir el nosotros a otros sin que haya
desgarro. Acepté probarlo entonces cuando la herida ya estaba hecha, cuando los
dos nos sentábamos a observar la piel vieja, el pecho vacío, la respiración
entrecortada de un amor moribundo que se iba apagando lentamente, con las venas
abiertas en canal y el corazón latiendo por costumbre.
Esa misma noche
miré vuelos para Roma, pero mi economía lo máximo que me permitía era comprar
un billete para Burgos. Aún así me las ingenié y conseguí algo de dinero, que sólo
me daba para pasar unos días en Barcelona con Isabela, antes de que ella
regresara a su trabajo en Londres.
Pasaron dos
semanas más antes de que la viera salir por las puertas del aeropuerto de El
Prat con una mochila enorme a sus espaldas, con unas zapatillas desgastadas
y con su pelo negro adornado por una
flor de papel, obsequio de la mujer que se había sentado junto a ella en el
avión de RyanAir que cubría la ruta Roma-Barcelona. Ella le contó nuestra
historia. La mujer le contó el romance que tuvo con un ingeniero francés
durante un crucero de juventud por las islas griegas. Cualquiera podría pensar
que se lo estaban inventando.
Se despidió de
ella agitando la mano con una sonrisa de oreja a oreja, antes de girarse y
besarme nuevamente.
Caminamos hasta
coger el autobús que nos llevaba al centro de la ciudad. Habíamos reservado
habitación en un hostal de Gracia, recién reformado, con vistas a un patio interior. Pero qué más dan
las vistas cuando todo lo que queríamos ver estaba dentro.
Había viajado
ocho horas en autobús para llegar justamente hasta ese momento en el que cae el
muro, y ya no hay fuerza capaz de frenar el impulso, y ya no hay forma posible
de evitar que el magma aflore hasta la tierra a hacerse tierra, y huesos, y
carne ardiendo en ese rito ancestral, en el que el reloj se para y el instinto
florece en busca del placer.
Fue extraño
porque no era su cuerpo. Fue extraño porque no era su voz, porque las manos que
después me acariciaron no eran las de Estrella. No conseguí dormir abrazado a Isabela.
Di vueltas y vueltas hasta quedarme dormido, mirando hacia el patio interior.
Cuando volví a
abrir los ojos ya era de día. Debía haberme movido en sueños porque desperté
con mi brazo derecho alrededor de su cintura. Ella aún dormía. Besé su espalda
mientras me apretaba a su cuerpo sudado, que olía a fruta tropical recién
cortada, a mermelada de mango y a jugo de guanábana. No tardó en despertarse.
Teníamos hambre. No salimos de la habitación hasta después de comer.
Había vivido un
año en Barcelona durante mi época de estudiante de licenciatura. Algunas de mis
mejores noches las había pasado recorriendo sus calles, de bar en bar, de
historia en historia. Recordé viejos lugares de la mano de Isabela. El turco donde ponían el mejor durum del
Raval, la champanería de una calle cerca del puerto, las plazas donde me
sentaba a fumar y a beber una lata de cerveza hablando con algún personaje que
acababa de conocer.
Pasamos cuatro
días y tres noches en la ciudad. Después la despedida, los sueños compartidos,
la promesa de volvernos a encontrar, el quedarme congelado en una terminal de
aeropuerto. La vuelta la hice en avión. No habría conseguido sobrevivir a ocho
horas de autobús pegado a la ventana como un imbécil, con la mirada perdida,
rememorando cada uno de los instantes que acababa de vivir. Aún guardo un
ticket de reserva de aquella habitación 404, y una flor de papel separando las
páginas amarillentas de una novela de Onetti.