miércoles, 6 de noviembre de 2013

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Había llegado la lluvia y con ella el frío, y las tardes de noviembre pegado al cristal de la ventana, con el abrigo puesto, con la guitarra apoyada en las piernas y el tabaco encima de la mesa.
La terraza de un piso de alquiler parecía un buen lugar para esperar que algo ocurriera. Anclado en el sillón de fieltro gris, tocaba aquella canción con acordes menores, mientras el día pasaba y pasaba siempre sin tocarme. Los huesos pesaban. La carne pesaba siempre demasiado. Las rodillas crujían tras cada paso lento que daba hacia el salón, hacia la cocina, hacia la habitación que había compartido con Estrella los últimos dos años. Ella era mi hogar. Su espalda mi pared, su pecho el techo donde guarecerme, su corazón mi nido. Nos amábamos. De eso estoy seguro. Nos amábamos como se aman aquellos que desnudos, desprendida ya la cáscara, juegan a ser niños. Y los niños acariciaron el amor como se acaricia un perro. Y moldearon un trozo de nube, una masa suave y dulce, sin aristas. Y ese era el pan que calmaba el hambre, y ese era el pan que alimentaba la rutina, las comidas familiares, las frases repetidas, los ceniceros sucios. Habíamos comido demasiado. Ambos lo sabíamos y nunca hablamos de ello. No hacía falta. Ella llegaba del trabajo y me encontraba día tras día pegado a ese sillón de fieltro gris, consumido en la duda, abandonado a un sueño que nunca perseguí. Nunca podré culparla. Nunca podré decir que no sabía que poco a poco, todo se había ido marchitando.

Pero aún quedaba amor al fin y al cabo, y mi cuerpo conocía su cuerpo de memoria, y no imaginaba la vida sin que ella estuviera al lado. Y un viaje a Nueva York, y un apartamento para dos en Malasaña, y una vida de cine. Todo parecía posible, todo estaba por suceder. Grandes planes. Besos pequeños. Conato de pasión algunos días.
Los hijos que nunca tendremos nos saludan ahora, nos miran y se ríen de nosotros. Nosotros que creímos ser eternos, nosotros que creímos que no había nada que pudiera derribarnos, nos fuimos inclinando poco a poco, poco a poco cayendo en la maraña donde el amor exprimió su última gota. 

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