sábado, 9 de noviembre de 2013

5

Bajaba a Sevilla simplemente por el placer de saber que todo seguiría exactamente igual que lo dejé. Las mismas caras, los mismos chistes, las mismas borracheras. El pueblo y mi sofá de fieltro gris tenían en común algo muy importante: desde los dos la vida era esa cosa que pasaba siempre fuera. Pero dentro tenía amigos, buenos amigos. Y una familia, una buena familia.

Estaba tan acostumbrado a sufrir durante seis horas los asientos del autobús que el AVE me parecía una suite presidencial. Apenas habíamos salido de Madrid cuando Diego me llamó y me dijo que Isabela estaba en Granada, que esa misma tarde llegaría a Sevilla, que no tenía donde quedarse.
No quería meterla en casa de mis padres, no quería tener que explicarles que casualmente el mismo día que yo llegaba, iba a aparecer por casa una chica de veintidosaños a la que apenas conocía de la semana anterior. Hablé con un amigo que tenía un apartamento en el centro de la ciudad. No le importaba acogerla un par de noches.
Nos encontramos esa misma tarde, la acompañé al apartamento y nos despedimos hasta el día siguiente.

Recuerdo el río, alguna nube a lo lejos que no ocultaba la luz sobre las casas encaladas, el brillo en el agua, el agua en sus labios, el incendio en el fondo de sus ojos negros.
La recuerdo sentada sobre el muelle que vio zarpar a aquellos barcos hacia el Virreinato del Perú, que los vio llegar cargados de oro y de escorbuto.  Recuerdo las calles de Santa Cruz, los jardines del Alcázar,  aquel café en la Alameda hablando de su infancia, de sus miedos, de sus sueños. Y supe entonces de la niña que se levantaba a las cinco de la mañana y leía oculta bajo las sábanas, iluminando su desvelo con una linterna para no ser descubierta. Y supe de sus días en la escuela, saltándose la tapia del colegio para encontrarse con aquél muchacho cinco años mayor.
Recuerdo que fue la primera vez que imaginé una vida sin Estrella.

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