jueves, 7 de noviembre de 2013

3

Parece que fue ayer, parece que si me esfuerzo y estiro el brazo casi puedo tocar esa mañana gris, esa mañana mojada por la lluvia de la noche anterior. Pero han pasado dos años. Han pasado dos años y aún recuerdo mi garganta mordida por el virus, mi cuerpo febril despertando solo en una cama de matrimonio, el camino al baño, el agua en la cara, cruzar el pasillo, asomarme al salón y ver su cuerpo recostado en el sofá, su pelo negro, los calcetines de rayas que asomaban por debajo del pijama de paño azul, sus manos sosteniendo una novela de Bukowski.
Y con eso bastó para pensar en ese instante, que ella era la típica mujer de la que me enamoro. Qué estúpido. Como si tuviera un prototipo, como si me hubiera enamorado muchas veces. Aún no consigo entenderlo. Por qué ese impulso, por qué el temblor, por qué esa grieta abriéndose en mi vientre. Ese es el primer recuerdo que guardo de Isabela. 
La saludé educadamante, le pregunté por su viaje y me fui a la cocina a preparme una taza de café. Estrella estaba en la terraza, fumando mientras repasaba una escena para un casting.
Me senté frente a ella, en mi sofá de fieltro gris, me senté frente a ella y la miré mientras murmuraba con un cigarro en la boca y el humo subía cubriendo el lunar que se alzaba sobre sus labios. La miré y no me cansaba de mirarla. Estaba preciosa, en pijama todavía, pero ya con la raya del ojo pintada de negro. Nos miramos por un instante. Me senté junto a ella y la abracé. Isabela se había ido, quizás pensando que estorbaba. Ni si quiera nos dimos cuenta de cuándo se marchó.

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