miércoles, 27 de noviembre de 2013

7

Deshice la maleta. Todo, lo dejé tirado todo encima de la cama, excepto aquél billete de AVE que aún conservo en el cajón donde guardo mis fetiches. Billetes de avión, de tren, la reserva de la habitación de un hostal en Barcelona, una dedicatoria de amor escrita en un trozo de papel por un romance fugaz, un collar, algunas fotos antiguas, mi pasaporte de la expo'92, mis pequeños tesoros.  Como si necesitara pruebas para demostrarme dentro de unos años que eso pasó, que fue real. Quizás se trate simplemente de obligarme a no olvidar ciertas cosas, a poder sacarlas del cajón y mirarlas de vez en cuando, y recordar que me sentí culpable aquél dieciocho de noviembre, cómo no, que imaginé la hoguera en la que iba a arder si el mundo se enteraba. Culpable. Culpable. Que sentí la culpa clavándose como un cincel en mi cabeza, esculpiendo un cerebro agarrotado y preso por las dudas.
No, no guardé el billete para recordar la culpa, porque qué más da la culpa cuando uno tiene un nudo en el estómago, y un alacrán urgando en sus costillas, subiendo hasta la aorta, haciendo que la sangre fuera sangre, que brotara nuevamente a borbotones, que inundara mis arterias sangre nueva. Qué importaba. ¡Estaba vivo!. Había vida dentro de la cáscara. Tenía ganas de gritar, de correr al límite de mis fuerzas, de sentir el pecho apunto de explotar, de sentir cada músculo.


Deshice la maleta. Me duché y como cada viernes a las diez y media de la noche atravesé la M-30 y aparqué el coche en la puerta de aquél tugurio en el que trabajaba pinchando música por setenta euros al día. Robert's café se llamaba, aunque sirvieran de todo menos café.
Yo ponía música en la planta de arriba, que no sería más grande que el salón de cualquier vivienda unifamiliar, de once de la noche a seis de la mañana. En la planta de abajo, los personajes más selectos del barrio bebían garrafón en copa de balón, mientras cantaban una canción de Bisbal o de Camilo Sexto, subidos en la tarima, bajo un fondo de paredes estampadas y luces de prostíbulo,  sintiendo por un momento ser el centro de ese karaoke de barrio.
Puse una salsa esa noche, que para mí había sido hasta entonces esa música que cantaba Marc Anthony y ponían en las bodas para que la gente bailara mientras yo les miraba sentado, con cara de idiota, esperando a que acabaran y pusieran algo de rock en español. Sí, puse una salsa. "Yo no sé mañana". Se levantaron a bailar tres parejas. Miré cómo movían los pies mientras escuchaba la canción pensando en Isabela. "Yo no sé mañana, yo no sé mañana...". 
Y no sabía entonces que llegaría a casa, que me sentaría en el sofá sin quitarme si quiera la chaqueta, que encendería el ordenador, que abriría el facebook, que encontraría un mensaje escrito desde Lisboa:

"1. Viajo el lunes en la noche a madrid 2. Iván me recibe el martes en la mañana en tu casa 3. Viajo el miércoles rumbo a Bruselas 4. Me quedaré por una última noche en tu casa 5. ¿Nos vamos a ver? 6. Espero verte pronto así no te vea 7. Tengo cosas por contarte 8. Leo una y mil veces lo que escribiste 9. Millones de besos y un abrazo gigante."


Y no sabía que Estrella llegaría media hora más tarde, que se abrazaría a mí apretándome con todas sus fuerzas, como si tuviera miedo a que pudiera salir volando, que sentiría su pecho sobre mi pecho. Y el ardor en sus ojos, como un ancla, dejándome clavado en ese suelo de madera. Y mis ojos varados en su escote, escalando después por sus lunares. Y volver a besarla. Volver buscando el incendio en sus labios y sólo encontrar el páramo, una llanura desolada por un fuego extinguido.

lunes, 11 de noviembre de 2013

6

Lo intenté. Intenté por todos los medios apartarla de mi lado. Pero la vida parecía empeñada en ponérmela delante. En casa de mi amigo sólo pudo quedarse una noche. Las dos siguientes las pasó en casa de mis padres, en una cama improvisada que le preparamos en el sótano.

Mi madre hizo salmorejo al mediodía, señal inequívoca de que Isabela era bien recibida. Le explicó que el salmorejo había que hacerlo con aceite de girasol y rematarlo con aceite de oliva virgen extra, mientras mis hermanos miraban en la tele las noticias deportivas. Mi padre no sé muy bien en qué pensaba, siempre me costó saberlo. Quizás en el partido, quizás en las clases del día siguiente.  Yo sé muy bien que pensaba en Isabela, en el extraño escalofrío  que sentía al compartir con ella esos días, en el placer de tenerla al lado aunque hubiera intentado en vano alejarla de mí.

Su cabeza en mi pecho, apenas había un palmo de distancia entre su boca y la mía. Sus ojos cerrados, mi cuerpo estremecido. No podía moverme. No quería moverme. Íbamos en los asientos delanteros del autobús. No recuerdo a nadie más. No sé si iba vacío o iba lleno. Sólo puedo recordar su cabeza en mi pecho, sus ojos cerrados, mi cuerpo estremecido. No llegué a besarla.

Llegamos a un local cerca del río donde había una  jam esa noche. Fuera andaban algunos colegas y un par de amigos que se iban a subir a tocar unos temas. Una cerveza, otra cerveza. Me subí a cantar cuando ya estaba lo suficientemente borracho. Pero no voy a echar la culpa al alcohol. Lo cierto es que siempre me había dado vergüenza subirme al escenario, y era rara la vez que estaba en esos sitios sin beber nada. Si me subí aquella noche fue por Isabela. Supongo que por impresionarla, aunque mi actuación fuera lamentable. Entonces creía que se trataba de algún tipo de valentía que ella me insuflaba.
Bajé del escenario y nos tomamos un chupito de tequila. Después contemplé, con cierta distancia, como mis colegas, uno tras otro, tonteaban con ella. Bailábamos, no recuerdo el qué, ni recuerdo haber pensado antes en besarla, pero lo hice. Apenas fue un segundo, pero lo hice y me aparté pidiendo disculpas. No sé a quién, si a Isabela o a Estrella. Pudo más la culpa que el deseo.
Me aparté y seguí bailando. Me aparté pero no pude apartarme demasiado. Nos quedamos solos por un instante. Nos miramos. Jamás olvidaré el temblor, su boca asaltando mi boca, un animal entrando en mi refugio, devorando todo lo que halló a su paso.
No supe entonces de su cuerpo. No quise saber. Nos despedimos a la mañana siguiente, después de haber dormido en camas separadas soñando con la misma cama. Aturdidos aún, sin poder ponerle nombre a ese temblor que nos había sacudido, nos despedimos sin saber si volveríamos a vernos. A ella le esperaba Lisboa. A mí me esperaba Estrella.


sábado, 9 de noviembre de 2013

5

Bajaba a Sevilla simplemente por el placer de saber que todo seguiría exactamente igual que lo dejé. Las mismas caras, los mismos chistes, las mismas borracheras. El pueblo y mi sofá de fieltro gris tenían en común algo muy importante: desde los dos la vida era esa cosa que pasaba siempre fuera. Pero dentro tenía amigos, buenos amigos. Y una familia, una buena familia.

Estaba tan acostumbrado a sufrir durante seis horas los asientos del autobús que el AVE me parecía una suite presidencial. Apenas habíamos salido de Madrid cuando Diego me llamó y me dijo que Isabela estaba en Granada, que esa misma tarde llegaría a Sevilla, que no tenía donde quedarse.
No quería meterla en casa de mis padres, no quería tener que explicarles que casualmente el mismo día que yo llegaba, iba a aparecer por casa una chica de veintidosaños a la que apenas conocía de la semana anterior. Hablé con un amigo que tenía un apartamento en el centro de la ciudad. No le importaba acogerla un par de noches.
Nos encontramos esa misma tarde, la acompañé al apartamento y nos despedimos hasta el día siguiente.

Recuerdo el río, alguna nube a lo lejos que no ocultaba la luz sobre las casas encaladas, el brillo en el agua, el agua en sus labios, el incendio en el fondo de sus ojos negros.
La recuerdo sentada sobre el muelle que vio zarpar a aquellos barcos hacia el Virreinato del Perú, que los vio llegar cargados de oro y de escorbuto.  Recuerdo las calles de Santa Cruz, los jardines del Alcázar,  aquel café en la Alameda hablando de su infancia, de sus miedos, de sus sueños. Y supe entonces de la niña que se levantaba a las cinco de la mañana y leía oculta bajo las sábanas, iluminando su desvelo con una linterna para no ser descubierta. Y supe de sus días en la escuela, saltándose la tapia del colegio para encontrarse con aquél muchacho cinco años mayor.
Recuerdo que fue la primera vez que imaginé una vida sin Estrella.

jueves, 7 de noviembre de 2013

4


Había abandonado Bogotá muy joven, después de su primer curso en la facultad de periodismo. Dijo que por amor, pero uno no sabe ya si el amor fue la causa o el pretexto para salir de casa.  Acabó en Buenos Aires, donde se ganaba la vida de camarera mientras cursaba estudios de literatura y arte. Poco sé de aquellos días más allá de su sonrisa, del brillo de sus ojos en cada foto que me mostró. A Londres se fue por despecho,  a Londres llegó por un regalo, por la generosidad de un profesor de universidad que con acento de Oxford le había dado lecciones de inglés entre partida y partida de ajedrez. Mueve ficha, sal de aquí. Coge el dinero, ya me lo devolverás.
Trabajaba de mesera en un bar de copas cerca de Islington. Le quedaban apenas unos meses para que expirara su visado y había decidido dejar el trabajo, coger todo el dinero que había conseguido ahorrar en dos años y viajar por Europa. Primero París, luego Barcelona, finalmente Madrid.

Iván me avisó un par de días antes que vendría una chica colombiana a dormir a casa. Y es curioso, pero lo primero que sentí fue rechazo. Él no la conocía de nada, tan sólo de una página en la que uno ofrece su sofá, su cama o una simple taza de café. Y a mí me parecía bien,  pero habíamos tenido muchas visitas días atrás y necesitaba estar un tiempo tranquilo, sin tener que abrir la puerta del salón y encontrarme a alguien ajeno.

Durante los cinco días que estuvo en Madrid apenas nos vimos. Y si nos vimos nos vimos  dos minutos, lo justo para ser cordial con una persona extraña que andaba lejos de su hogar. Y mientras todos mis amigos se pasaban el día repitiendo lo simpática que era Isabela, lo divertida que era Isabela, lo maravillosa que era Isabela, yo trataba de evitarla, de mostrarme distante, de negar la grieta, de negar que podía desear a otra mujer que no fuera Estrella.
El último día que estuvo por la ciudad, la acompañé a sacar un billete de bus para Granada y caminamos cerca de casa hablando de literatura como si supiéramos de qué hablabamos. ¿Has leído a Miller? ¿Te gusta Kerouac? Estoy leyendo a Hemingway en inglés. Tienes que leer a Celine. Cuando lleguemos a casa te enseño algo que escribí hace tiempo.

Nos despedimos con un simple abrazo. Le deseé suerte en su viaje. Cuando se cerró la puerta, yo ya estaba sentado junto a Estrella, decidiendo si descongelábamos un tupper de su madre o si mejor hacíamos unas croquetas con el cocido del día anterior.

3

Parece que fue ayer, parece que si me esfuerzo y estiro el brazo casi puedo tocar esa mañana gris, esa mañana mojada por la lluvia de la noche anterior. Pero han pasado dos años. Han pasado dos años y aún recuerdo mi garganta mordida por el virus, mi cuerpo febril despertando solo en una cama de matrimonio, el camino al baño, el agua en la cara, cruzar el pasillo, asomarme al salón y ver su cuerpo recostado en el sofá, su pelo negro, los calcetines de rayas que asomaban por debajo del pijama de paño azul, sus manos sosteniendo una novela de Bukowski.
Y con eso bastó para pensar en ese instante, que ella era la típica mujer de la que me enamoro. Qué estúpido. Como si tuviera un prototipo, como si me hubiera enamorado muchas veces. Aún no consigo entenderlo. Por qué ese impulso, por qué el temblor, por qué esa grieta abriéndose en mi vientre. Ese es el primer recuerdo que guardo de Isabela. 
La saludé educadamante, le pregunté por su viaje y me fui a la cocina a preparme una taza de café. Estrella estaba en la terraza, fumando mientras repasaba una escena para un casting.
Me senté frente a ella, en mi sofá de fieltro gris, me senté frente a ella y la miré mientras murmuraba con un cigarro en la boca y el humo subía cubriendo el lunar que se alzaba sobre sus labios. La miré y no me cansaba de mirarla. Estaba preciosa, en pijama todavía, pero ya con la raya del ojo pintada de negro. Nos miramos por un instante. Me senté junto a ella y la abracé. Isabela se había ido, quizás pensando que estorbaba. Ni si quiera nos dimos cuenta de cuándo se marchó.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

2

Había llegado la lluvia y con ella el frío, y las tardes de noviembre pegado al cristal de la ventana, con el abrigo puesto, con la guitarra apoyada en las piernas y el tabaco encima de la mesa.
La terraza de un piso de alquiler parecía un buen lugar para esperar que algo ocurriera. Anclado en el sillón de fieltro gris, tocaba aquella canción con acordes menores, mientras el día pasaba y pasaba siempre sin tocarme. Los huesos pesaban. La carne pesaba siempre demasiado. Las rodillas crujían tras cada paso lento que daba hacia el salón, hacia la cocina, hacia la habitación que había compartido con Estrella los últimos dos años. Ella era mi hogar. Su espalda mi pared, su pecho el techo donde guarecerme, su corazón mi nido. Nos amábamos. De eso estoy seguro. Nos amábamos como se aman aquellos que desnudos, desprendida ya la cáscara, juegan a ser niños. Y los niños acariciaron el amor como se acaricia un perro. Y moldearon un trozo de nube, una masa suave y dulce, sin aristas. Y ese era el pan que calmaba el hambre, y ese era el pan que alimentaba la rutina, las comidas familiares, las frases repetidas, los ceniceros sucios. Habíamos comido demasiado. Ambos lo sabíamos y nunca hablamos de ello. No hacía falta. Ella llegaba del trabajo y me encontraba día tras día pegado a ese sillón de fieltro gris, consumido en la duda, abandonado a un sueño que nunca perseguí. Nunca podré culparla. Nunca podré decir que no sabía que poco a poco, todo se había ido marchitando.

Pero aún quedaba amor al fin y al cabo, y mi cuerpo conocía su cuerpo de memoria, y no imaginaba la vida sin que ella estuviera al lado. Y un viaje a Nueva York, y un apartamento para dos en Malasaña, y una vida de cine. Todo parecía posible, todo estaba por suceder. Grandes planes. Besos pequeños. Conato de pasión algunos días.
Los hijos que nunca tendremos nos saludan ahora, nos miran y se ríen de nosotros. Nosotros que creímos ser eternos, nosotros que creímos que no había nada que pudiera derribarnos, nos fuimos inclinando poco a poco, poco a poco cayendo en la maraña donde el amor exprimió su última gota. 

1

Sueño con una tierra que aún no conozco mas que en sueños. Volando llega un arrullo, volando llega un cantar de hombres y mujeres que antes que yo, atravesaron el miedo que separaba su casa de la niebla. Sueño con una tierra de montaña verde, con árboles que ocultan tras sus ramas el instinto del hombre que aún no sabe qué es el hombre. Sueño con el viento dejando la sabana, llenándose de agua, soplando hasta mis ojos, que por fin sienten el viento y lloran. Y saben que es la tierra. Y saben que tras la niebla densa de los sueños se oculta la ciudad brillando en la hondonada.
Ya casi puedo escucharla. Ya casi puedo sentir el ritmo que la mece, el aroma que inunda cada calle, el deseo que me lleva hasta su puerta. Ahí está la casa. Ella espera adentro.

Ésta es su tierra. Ésta es la tierra que la vio nacer. Éstas las calles que la vieron caminar siendo una niña, que la vieron soñar con otra tierra, con otro aroma diferente a éste, con ciudades que agitan en la noche su esplendor caduco, su marchitar de siglos creyendo ser el centro de todo lo que existe.

Qué lejos queda España. Qué lejos quedan ahora sus plazas, el ruido de sus calles. Qué lejos queda todo lo que no soñé.