jueves, 16 de octubre de 2014

9.



No diré que odio los aeropuertos. No diré que odio las despedidas. En ambos siento la vida moverse. Las puertas giratorias. Gente que viene y va. Que llega y permanece por un tiempo, que a veces dura toda una vida, que a veces dura lo que dura un cigarro en la puerta de un fiat punto de segunda mano, de pie, viendo los aviones despegar al otro lado del parking de Madrid-Barajas.

A Isabela la despedí en Chamartín, después de cuatro días besándonos a escondidas, tratando de contener un deseo que se hacía más fuerte cada vez que le poníamos freno. No ahora. No aquí.
Viajaba a París. No sabía si volvería a verla. Intenté librarme de un amigo que insistía también en acompañarla, pero no podía decirle que nos dejara solos. También era amigo de Estrella. Casi todos mis amigos lo eran.
No sé cómo nos miró. Tampoco sé cuántos segundos estuvimos abrazados, apretándonos con todas nuestras fuerzas, comiéndonos con los ojos, sin poder besarnos. Él no sospechaba que esa despedida encerraba mucho más. No sospechaba y no debía sospecharlo, ni él, ni nadie. El incendio era mío. Y sólo yo podía contemplarlo.

Marcan las 10:36 de una mañana fría y gris en la ciudad de Paris. Tú, una vez conocimiento, te transformaste en una emoción desenfrenada… Ahora, lejos de ti, quisiera racionalizar exactamente lo que pasó. No existen explicaciones ni argumentos suficientemente válidos para dar un nombre, un motivo, una queja o algún lamento... Nada más que una sonrisa se dibuja en mí cuando pienso en lo que fue y en los puntos suspensivos de esa pasión que nos carcomía y que no dejé estallar.
Ahora y sólo ahora quedan divagaciones y esperanza mejor definidas como posibilidades. La posibilidad de volverte a ver, la posibilidad de un reencuentro que afirme lo que no tiene nombre, la posibilidad de no ser más que un recuerdo determinante del que entre sus ruinas, algunos años después, podremos asimilar su banalidad.”

Me escribía desde cada ciudad que visitaba. Primero París. Luego Amsterdamm, Frankfurt, Berlín, Praga, Viena y, finalmente, Roma. Tras cada email, tras cada narración de su viaje, tras cada foto en la que mostraba lugares que soñé visitar y nunca visité, el deseo de encontrarme con ella se hacía más y más grande, y se iba inflando como un globo que en mi imaginación volaba hasta un callejón de Italia, con el suelo empedrado, iluminado por la luz de una farola negra.
Y más allá de la farola, la ventana de una pensión familiar. Y más allá del cristal, el estallido.
Nunca he estado en Italia, aunque imaginara sus ruinas mientras me aplastaban las mías. Porque tras cada mail de Isabella debía levantarme del sillón y limpiar el baño, o bajar al supermercado a comprar algo para la cena. Y no te olvides de la leche. Y mira a ver si hay huevos. Te quiero.
Yo también la quería. Pero también la amé.  Y qué difícil es dormir abrazado a quien se amó, oler su cuerpo y no encontrar la fruta, besar su espalda y no encontrar el fuego. Y sin embargo,  cada mañana que amanecía abrazado a Estrella merecía la pena. Porque hubo pena, mucha pena. Y frío. Mucho frío. Aún no consigo sacármelo de los pies.

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