No diré que odio
los aeropuertos. No diré que odio las despedidas. En ambos siento la vida
moverse. Las puertas giratorias. Gente que viene y va. Que llega y permanece
por un tiempo, que a veces dura toda una vida, que a veces dura lo que dura un cigarro
en la puerta de un fiat punto de segunda mano, de pie, viendo los aviones
despegar al otro lado del parking de Madrid-Barajas.
A Isabela la
despedí en Chamartín, después de cuatro días besándonos a escondidas, tratando
de contener un deseo que se hacía más fuerte cada vez que le poníamos freno. No ahora. No aquí.
Viajaba a París.
No sabía si volvería a verla. Intenté librarme de un amigo que insistía también
en acompañarla, pero no podía decirle que nos dejara solos. También era amigo
de Estrella. Casi todos mis amigos lo eran.
No sé cómo nos
miró. Tampoco sé cuántos segundos estuvimos abrazados, apretándonos con todas
nuestras fuerzas, comiéndonos con los ojos, sin poder besarnos. Él no
sospechaba que esa despedida encerraba mucho más. No sospechaba y no debía
sospecharlo, ni él, ni nadie. El incendio era mío. Y sólo yo podía
contemplarlo.
“Marcan las 10:36 de una mañana fría y gris en la ciudad de
Paris. Tú, una vez conocimiento, te
transformaste en una emoción desenfrenada… Ahora, lejos de ti, quisiera racionalizar
exactamente lo que pasó. No existen explicaciones ni argumentos suficientemente
válidos para dar un nombre, un motivo, una queja o algún lamento... Nada más
que una sonrisa se dibuja en mí cuando pienso en lo que fue y en los puntos
suspensivos de esa pasión que nos carcomía y que no dejé estallar.
Ahora y sólo
ahora quedan divagaciones y esperanza mejor definidas como posibilidades. La
posibilidad de volverte a ver, la posibilidad de un reencuentro que afirme lo
que no tiene nombre, la posibilidad de no ser más que un recuerdo determinante
del que entre sus ruinas, algunos años después, podremos asimilar su
banalidad.”
Me escribía
desde cada ciudad que visitaba. Primero París. Luego Amsterdamm, Frankfurt,
Berlín, Praga, Viena y, finalmente, Roma. Tras cada email, tras cada narración
de su viaje, tras cada foto en la que mostraba lugares que soñé visitar y nunca
visité, el deseo de encontrarme con ella se hacía más y más grande, y se iba
inflando como un globo que en mi imaginación volaba hasta un callejón de Italia,
con el suelo empedrado, iluminado por la luz de una farola negra.
Y más allá de la
farola, la ventana de una pensión familiar. Y más allá del cristal, el
estallido.
Nunca he estado
en Italia, aunque imaginara sus ruinas mientras me aplastaban las mías. Porque
tras cada mail de Isabella debía levantarme del sillón y limpiar el baño, o
bajar al supermercado a comprar algo para la cena. Y no te olvides de la leche. Y mira a ver si hay huevos. Te quiero.
Yo también la
quería. Pero también la amé. Y qué
difícil es dormir abrazado a quien se amó, oler su cuerpo y no encontrar la
fruta, besar su espalda y no encontrar el fuego. Y sin embargo, cada mañana que amanecía abrazado a Estrella
merecía la pena. Porque hubo pena, mucha pena. Y frío. Mucho frío. Aún no
consigo sacármelo de los pies.
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