domingo, 19 de octubre de 2014

10.



Ciertamente, que Estrella se fuera a pasar unos días a la playa con un compañero de trabajo, el día que deberíamos haber celebrado que llevábamos cinco  años juntos, hacía que mi culpa se aliviara, pero no lo suficiente como para no acabar compartiendo mi locura con un par de amigos. Y realmente debía ser una locura porque no se cansaban de repetirme que estaba loco, que la colombiana no era más que una terrorista emocional, que debía pensar fríamente las cosas, y que qué tal era en la cama. Me habría gustado saber qué contestarles.
No. No tuve valor para decirle a Estrella que había descubierto que otro le había llevado el desayuno a la cama. No tuve valor o tuve vergüenza. En cualquier caso fue ella la que dos semanas más tarde me propuso abrir la relación, dándonos la libertad para estar con otras personas, siempre que el otro no se enterara. Sigo sin saber cómo se hace eso de abrir el nosotros a otros sin que haya desgarro. Acepté probarlo entonces cuando la herida ya estaba hecha, cuando los dos nos sentábamos a observar la piel vieja, el pecho vacío, la respiración entrecortada de un amor moribundo que se iba apagando lentamente, con las venas abiertas en canal y el corazón latiendo por costumbre.
Esa misma noche miré vuelos para Roma, pero mi economía lo máximo que me permitía era comprar un billete para Burgos. Aún así me las ingenié y conseguí algo de dinero, que sólo me daba para pasar unos días en Barcelona con Isabela, antes de que ella regresara a su trabajo en Londres.
Pasaron dos semanas más antes de que la viera salir por las puertas del aeropuerto de El Prat con una mochila enorme a sus espaldas, con unas zapatillas desgastadas y  con su pelo negro adornado por una flor de papel, obsequio de la mujer que se había sentado junto a ella en el avión de RyanAir que cubría la ruta Roma-Barcelona. Ella le contó nuestra historia. La mujer le contó el romance que tuvo con un ingeniero francés durante un crucero de juventud por las islas griegas. Cualquiera podría pensar que se lo estaban inventando.
Se despidió de ella agitando la mano con una sonrisa de oreja a oreja, antes de girarse y besarme nuevamente.
Caminamos hasta coger el autobús que nos llevaba al centro de la ciudad. Habíamos reservado habitación en un hostal de Gracia, recién reformado, con vistas a un patio interior. Pero qué más dan las vistas cuando todo lo que queríamos ver estaba dentro.
Había viajado ocho horas en autobús para llegar justamente hasta ese momento en el que cae el muro, y ya no hay fuerza capaz de frenar el impulso, y ya no hay forma posible de evitar que el magma aflore hasta la tierra a hacerse tierra, y huesos, y carne ardiendo en ese rito ancestral, en el que el reloj se para y el instinto florece en busca del placer.
Fue extraño porque no era su cuerpo. Fue extraño porque no era su voz, porque las manos que después me acariciaron no eran las de Estrella. No conseguí dormir abrazado a Isabela. Di vueltas y vueltas hasta quedarme dormido, mirando hacia el patio interior.
Cuando volví a abrir los ojos ya era de día. Debía haberme movido en sueños porque desperté con mi brazo derecho alrededor de su cintura. Ella aún dormía. Besé su espalda mientras me apretaba a su cuerpo sudado, que olía a fruta tropical recién cortada, a mermelada de mango y a jugo de guanábana. No tardó en despertarse. Teníamos hambre. No salimos de la habitación hasta después de comer.
Había vivido un año en Barcelona durante mi época de estudiante de licenciatura. Algunas de mis mejores noches las había pasado recorriendo sus calles, de bar en bar, de historia en historia. Recordé viejos lugares de la mano de Isabela. El turco donde ponían el mejor durum del Raval, la champanería de una calle cerca del puerto, las plazas donde me sentaba a fumar y a beber una lata de cerveza hablando con algún personaje que acababa de conocer.
Pasamos cuatro días y tres noches en la ciudad. Después la despedida, los sueños compartidos, la promesa de volvernos a encontrar, el quedarme congelado en una terminal de aeropuerto. La vuelta la hice en avión. No habría conseguido sobrevivir a ocho horas de autobús pegado a la ventana como un imbécil, con la mirada perdida, rememorando cada uno de los instantes que acababa de vivir. Aún guardo un ticket de reserva de aquella habitación 404, y una flor de papel separando las páginas amarillentas de una novela de Onetti.

jueves, 16 de octubre de 2014

9.



No diré que odio los aeropuertos. No diré que odio las despedidas. En ambos siento la vida moverse. Las puertas giratorias. Gente que viene y va. Que llega y permanece por un tiempo, que a veces dura toda una vida, que a veces dura lo que dura un cigarro en la puerta de un fiat punto de segunda mano, de pie, viendo los aviones despegar al otro lado del parking de Madrid-Barajas.

A Isabela la despedí en Chamartín, después de cuatro días besándonos a escondidas, tratando de contener un deseo que se hacía más fuerte cada vez que le poníamos freno. No ahora. No aquí.
Viajaba a París. No sabía si volvería a verla. Intenté librarme de un amigo que insistía también en acompañarla, pero no podía decirle que nos dejara solos. También era amigo de Estrella. Casi todos mis amigos lo eran.
No sé cómo nos miró. Tampoco sé cuántos segundos estuvimos abrazados, apretándonos con todas nuestras fuerzas, comiéndonos con los ojos, sin poder besarnos. Él no sospechaba que esa despedida encerraba mucho más. No sospechaba y no debía sospecharlo, ni él, ni nadie. El incendio era mío. Y sólo yo podía contemplarlo.

Marcan las 10:36 de una mañana fría y gris en la ciudad de Paris. Tú, una vez conocimiento, te transformaste en una emoción desenfrenada… Ahora, lejos de ti, quisiera racionalizar exactamente lo que pasó. No existen explicaciones ni argumentos suficientemente válidos para dar un nombre, un motivo, una queja o algún lamento... Nada más que una sonrisa se dibuja en mí cuando pienso en lo que fue y en los puntos suspensivos de esa pasión que nos carcomía y que no dejé estallar.
Ahora y sólo ahora quedan divagaciones y esperanza mejor definidas como posibilidades. La posibilidad de volverte a ver, la posibilidad de un reencuentro que afirme lo que no tiene nombre, la posibilidad de no ser más que un recuerdo determinante del que entre sus ruinas, algunos años después, podremos asimilar su banalidad.”

Me escribía desde cada ciudad que visitaba. Primero París. Luego Amsterdamm, Frankfurt, Berlín, Praga, Viena y, finalmente, Roma. Tras cada email, tras cada narración de su viaje, tras cada foto en la que mostraba lugares que soñé visitar y nunca visité, el deseo de encontrarme con ella se hacía más y más grande, y se iba inflando como un globo que en mi imaginación volaba hasta un callejón de Italia, con el suelo empedrado, iluminado por la luz de una farola negra.
Y más allá de la farola, la ventana de una pensión familiar. Y más allá del cristal, el estallido.
Nunca he estado en Italia, aunque imaginara sus ruinas mientras me aplastaban las mías. Porque tras cada mail de Isabella debía levantarme del sillón y limpiar el baño, o bajar al supermercado a comprar algo para la cena. Y no te olvides de la leche. Y mira a ver si hay huevos. Te quiero.
Yo también la quería. Pero también la amé.  Y qué difícil es dormir abrazado a quien se amó, oler su cuerpo y no encontrar la fruta, besar su espalda y no encontrar el fuego. Y sin embargo,  cada mañana que amanecía abrazado a Estrella merecía la pena. Porque hubo pena, mucha pena. Y frío. Mucho frío. Aún no consigo sacármelo de los pies.

8.



Tuve un amor. Que toqué con mi boca y amasé con mis manos. Que respiré cada noche, y cada noche encontré, prendido ante mis ojos. Sus pies fríos buscando calentarse entre mis piernas. Su paz en mi pecho. Su calor en mi vientre. Tuve un amor. Que dejé escapar como un pájaro. Al que vi volar y marcharse diciendo hasta pronto, mi amor, cuánto te quiero. Todavía.
Tuve un amor,  que se fue por la cinta transportadora de un aeropuerto, que me dijo adiós con la mano por encima del arco metálico y la cabeza de un guardia civil, que miró atrás dos veces antes de perderse entre los rótulos luminosos de las terminales de embarque.